La legislación vigente genera la falsa percepción de un derecho adquirido que retiene a las personas en su empleo, con la contradictoria esperanza de que prefieren ser despedidos a irse por su propia cuenta.
Artículo original: https://www.eleconomista.com.mx/capitalhumano/El-rompimiento-del-compromiso-laboral-No-soy-yo-eres-tu-20211115-0057.html
Entra Gabriela a la oficina de su jefe y le dice: “Ya estoy cansada, he pasado mucho tiempo aquí y ya no me conecto con la organización, creo que es momento de que llegue alguien nuevo”. El jefe, que ya se esperaba algo así, le dice: “Si quieres irte no hay problema, es cuestión de que me pases tu carta de renuncia”. Gaby, sin inmutarse, le dice: “Claro jefe, pero necesito que me ayude a que me den mi lana”.
Hace algunas semanas comentábamos sobre las falacias respecto a la “gran renuncia” y el microcosmos que tiene este privilegio en las economías de América Latina.
En efecto, las condiciones de desempleo y subempleo limitan de manera sustancial la posibilidad de renunciar y continuar activo en el mercado. Por otra parte, la razón de esta “gran renuncia” es la posibilidad de flexibilidad, para lo cual recientes datos del Inegi señalan que esto resulta viable sólo para el 7% de la población laboralmente activa.
Para entender este fenómeno a cabalidad, debemos también tener en cuenta las limitaciones implícitas de la movilidad en el empleo. Los esquemas de retiro, de crecimiento de las vacaciones con la antigüedad y la percepción de que el dinero de una eventual liquidación es un “derecho” del empleado, hacen que las personas prefieran ser despedidas que renunciar. El modelo tradicional resulta altamente contradictorio, pues quien decide renunciar por su propia buena voluntad recibe montos significativamente diferentes de los que recibe quien es despedido.
La legislación vigente, que marca la obligatoriedad de la indemnización de 90 días, más 20 días o proporción por año trabajado, genera la falsa percepción de un derecho adquirido que retiene a las personas en su empleo, con la contradictoria esperanza de que prefieren ser despedidos a irse por su propia cuenta. Un incentivo perverso que en el tiempo hace que las empresas pierdan a su mejor talento –que sí tiene opciones de empleo y crecimiento afuera– y se queden con quienes tengan como motivación tener un monto que cobrar al final de su carrera.
Si bien esto resulta preocupante, hay otro fenómeno como efecto de éste que resulta mas preocupante. Las personas se quedan porque están enjauladas en una serie de prestaciones, pero no porque estén motivadas. Podemos entonces hablar de la “gran desmotivación” (“the great disengagement”) más allá de la “gran renuncia”.
Los costos de este fenómeno tienen impactos diversos y en varias dimensiones. Para empezar, un gran impacto es en la productividad, pues al perder sentido de propósito o limitarlo a un retiro o un despido, la capacidad y motivación para producir resultados se afecta de manera sustancial. Los empleados se dedican a navegar por la organización, haciendo lo que deben hacer, dentro de una zona de confort que resulta a todas luces nociva.
El segundo impacto es en la cultura organizacional, pues este fenómeno de desmotivación se vuelve colectivo. El empleado nuevo entra a un ambiente de baja energía que limita las ganas de innovar o crecer simplemente porque se encuentra con una organización emocionalmente pasiva y carente de incentivos para mejorar.
El ‘mal negocio’ que resulta renunciar lleva a que la gente literalmente se siembre en sus puestos, a esperar. Inclusive sé de empleados que, a propósito, bajan su nivel de desempeño para lograr entrar dentro de una ventana de reestructura que les permita cobrar ‘su lana’ bajo este supuesto equívoco de derecho adquirido. No es ajena la situación de personas que se acercan a su supervisor para que les ‘ayude’ a ser despedidos cuando ya se quieren ir».
Naturalmente hay empleados que mantienen su motivación y sus ansias de crecer y ser más productivos. El riesgo que se corre es que muchos, así no sean la mayoría, hayan perdido por completo el sentido de compromiso y se mantengan en las filas de la empresa sea porque no tienen otra opción o porque esperan ser despedidos. Este fenómeno se acentúa más en los empleados con mayor antigüedad, para quienes la renuncia implica dejar grandes sumas de dinero sobre la mesa.
No estamos, como se dijo, frente al riesgo de una renuncia masiva. A lo que nos enfrentamos es a un fenómeno mucho más complejo de solucionar: la motivación, lo que obedece a emociones profundas que no se solucionan con campañas de comunicación interna o con talleres de liderazgo.
La solución, o por lo menos una de ellas, es la de revisar el contrato emocional con los empleados, comenzando por el completo rediseño de su experiencia, con modelos de desarrollo personal y con la reconstrucción de un propósito. Este enfoque exige que las empresas ahora se tengan que transformar desde adentro y no hacia afuera. El “producto” que se le ofrece a este empleado no está orientado –como lo era tradicionalmente– a la a tracción y retención sino más bien a lograr un re-enganche con la empresa que nace de la misión y el propósito, pero que se finca realmente en producir una propuesta emocional que regrese a la persona a dar lo mejor de sí misma.
Ya cuando Gabriela le dice a su jefe que quiere ser despedida, queda de algún modo condenada a no serlo, y tendrá que esperar a que llegue el momento de retirarse o que llegue a tal nivel de desconexión que la despidan. Triste que no se trate sólo de Gabriela como tal, sino del ambiente en que vivimos, en el cual se han invertido el contrato social y los empleados tienen voz, pero acallada por una antigüedad y unos derechos que nadie quiere perder, así sea para avanzar.